Son las seis de la mañana. Lo ha arrojado la cama en un descuido y ahí
está, en el suelo, dibujando hadas en el aire con un dedo. A veces le
asusta la cama, el silencio que hay entre las sábanas, porque aparecen
los miedos y le gritan al oído. El éxito es un fantasma envidioso que
viene a reírse de él, a inquietarlo. Pensó que acabaría disipándose,
pero sigue ahí, tras las cortinas, arañando el cristal.
Son las diez de la mañana. Ha desayunado el vértigo que amanece con
él los días de concierto. Jamás se acostumbrará. Y si lo hiciera, y si
un día se perdiera el vértigo en un pozo oscuro... No está seguro; tal
vez se derrumbaría todo. De momento, le alegra poder tiritar a solas con
su incertidumbre y rozarla con unas manos tímidas que no le parecen
suyas. «Quiero beber en tus labios esa caricia de luna y de miel », le
susurra al café, pero no le contesta.
Son las cuatro de la tarde. Lo
acompañan dos hombres a la salida de atrás y lo suben a un coche. Apenas
ha podido despedirse de la camarera. Apenas puede hacer ahora esas
cosas pequeñas. Alguien le ha robado la calma suave de las rutinas, ese
tiempo muerto tan hermoso en que contemplaba antes los trazos sencillos
del mundo. Habrá sido un ladrón sigiloso y cruel. Habrá sido un duende
ladino.
Son las siete de la tarde. Lo maquilla una mujer de ojos
oscuros. El aroma de su cabello lo hipnotiza, y el de su madurez lo
arroba como a un niño. «Quiero saciar mi locura en la tibia playa de tu
desnudez », le canta despacio, y ella sonríe, pero su sonrisa está lejos
de él. Creo que se compadece, creo que todos cuantos lo rodean en esa
habitación están haciéndolo. Le ahoga tanta sonrisa distante, tanto
frío.
Son las nueve de la noche. Tiene que salir. Hay un griterío de
juventud que no lo conoce, que sólo sabe su nombre y las letras de las
canciones. Qué difícil resulta entregarles el corazón, si él mismo
desconfía ahora de su latido.